miércoles, 2 de febrero de 2011

EL COLOR DE LOS ÁNGELES

Los inviernos eran seguros y constantes;cuando llegaban,el patio de la pequeña casa se volvía un lodazal.La casa tenía solo tres piezas una pequeña cocina, ese patio de barro,un bombillo amarillento en el corredor.
En una de las piezas vivía una pareja sin hijos,negros ambos.La mujer vendía por las calles un día plátanos,otro chontaduros y hasta pescado,siempre colocando la mercancía dentro de un platón metálico que colocaba sobre un trapo rojo enrollado en su cabeza;el hombre salía muy temprano a rebuscarse descargando camiones en la galería central.
Mis padres,mis hermanas y yo,ocupabamos las otras dos piezas.Solo mi hermana mayor estudiaba y mi otra hermana y yo pasábamos los días jugando y ayudando en alguna labor de la casa.El trabajo de mi padre no era muy rentable,como casi todos los que realizaban las personas de nuestra clase;su salario apenas alcanzaba para el arriendo,los servicios y algo de alimentacion;a mi padre le pagaban cada sábado y era una constante que al llegar el día viernes,en el pequeño cajón de madera que oficiaba de alacena,solo habían algunas tiras de cebolla marchitas y unos pocos granos de arroz esparcidos sobre sus tablas.En esos viernes eternos,a mi hermana no la mandaban a estudiar pues a nuestros padres les parecía muy duro que un niño pasara tantas horas en la escuela sin probar alimento,entonces los tres nos entreteníamos jugando por la casa o sobre alguna cama con las almohadas mientras mamá cosía y recosía algún pantalón de papá o mio,o alguna bata de mis hermanas.Generalmente,nuestra energía para los juegos disminuía después del medio día y entonces nos divertíamos acostados en las camas,colocando la oreja sobre el estómago de uno de nosotros para escuchar el ruido que hacían nuestras tripas y reírnos,sin ser consientes de la angustia de mamá que nos miraba y suspiraba.
Un viernes de aquellos,mientras transcurría la rutina habitual,escuchamos al inquilino que siempre regresaba más pronto que su mujer,haciendo algo en la cocina y nos llegaba el ruido y el olor de la manteca caliente;el olor característico de la manteca donde ya se ha freído algo con anterioridad,no nos permitía concentrarnos en el juego ni a mi mamá en su tarea de coser por enésima vez una de nuestra medias;el saber que debíamos esperar a la llegada de papá,más allá de las siete de la noche para que mamá fuera hasta la tienda y comprara algo para cocinar,nos llenaba de más desaliento que el que ya nos producía el largo día sin probar alimento.
Cuando más desaliento teníamos y ya ni jugábamos,apareció el inquilino negro,cubierto por una eterna camiseta amarillenta,con una olleta en una mano y un vianda metálico en la otra,y desde la puerta ofrecía ambos utensilios a mi mamá y le decía:!tenga vecina,pa'que los muchachos calmen la fatiga!
Mi madre los recibía con agradecimientos y luego nos hacía sentar en circulo,nos ponía algo de la aguapanela que venía en la olleta en algunos vasos,y en el centro,el vianda que venía repleto de trozos de yuca frita espolvoreada con sal:!coman sin pelear! y ella continuaba su labor de remendar.
Jamás pude olvidar esos momentos y esa persona,y cuando escuchaba a mamá cantar en el lavadero,una vieja canción que hablaba de reclamar a un artista pintor el no haberse acordado de pintar algún ángel negro,pensaba que tenía razón,pues yo había visto un ángel,y era negro,y llevaba puesta una camiseta amarillenta.